—Mi tía bajará enseguida, señor Nuttel
—dijo con mucho aplomo una señorita de quince años—, mientras tanto,
debe hacer lo posible por soportarme.
Framton Nuttel se esforzó por decir algo
que halagara debidamente a la sobrina, sin dejar de tomar debidamente en
cuenta a la tía que estaba por llegar. Dudó más que nunca que esta
serie de visitas formales a personas totalmente desconocidas fueran de
alguna utilidad para la cura de reposo que se había propuesto.
«Sé lo que ocurrirá», le había dicho su
hermana cuando se disponía a emigrar a este retiro rural. «Te encerrarás
no bien llegues y no hablarás con nadie y tus nervios estarán peor que
nunca debido a la depresión. Por eso te daré cartas de presentación para
todas las personas que conocí allá. Algunas, por lo que recuerdo, eran
bastante simpáticas».
Framton se preguntó si la señora
Sappleton, la dama a quien había entregado una de las cartas de
presentación, podía ser clasificada entre las simpáticas.
—¿Conoce a muchas personas aquí?
—preguntó la sobrina, cuando consideró que ya había habido entre ellos
suficiente comunicación silenciosa.
—Casi nadie —dijo Framton—. Mi hermana
estuvo aquí, en la rectoría, hace unos cuatro años, y me dio cartas de
presentación para algunas personas del lugar.
—Entonces no sabe prácticamente nada acerca de mi tía —prosiguió la aplomada señorita.
—Sólo su nombre y su dirección —admitió
el visitante. Se preguntaba si la señora Sappleton estaría casada o
sería viuda. Algo indefinido en el ambiente sugería la presencia
masculina.
—Su gran tragedia ocurrió hace tres años —dijo la niña—; es decir, después de que se fue su hermana.
—¿Su tragedia? —preguntó Framton; en esta apacible campiña las tragedias parecían algo fuera de lugar.
—Usted se preguntará por qué dejamos esa
ventana abierta de par en par en una tarde de octubre —dijo la sobrina
señalando una gran ventana que daba al jardín.
—Hace bastante calor para esta época del año —dijo Framton—, pero ¿qué relación tiene esa ventana con la tragedia?
—Por esa ventana, hace exactamente tres
años, su marido y sus dos hermanos menores salieron a cazar por el día.
Nunca regresaron. Al atravesar el páramo para llegar al terreno en donde
solían cazar, quedaron atrapados en una ciénaga traicionera. Ocurrió
durante ese verano terriblemente lluvioso, y los terrenos que antes eran
firmes de pronto cedían sin que hubiera manera de preverlo. Nunca
encontraron sus cuerpos. Eso fue lo peor de todo.
A esta altura del relato la voz de la niña perdió ese tono seguro y se volvió vacilantemente humana.
—Mi pobre tía sigue creyendo que volverán
algún día, ellos y el pequeño spaniel que los acompañaba, y que
entrarán por la ventana como solían hacerlo. Por tal razón la ventana
queda abierta hasta que ya es de noche. Mi pobre y querida tía, cuántas
veces me habrá contado cómo salieron; su marido con el impermeable
blanco en el brazo, y Ronnie, su hermano menor, cantando como de
costumbre «¿Bertie, por qué saltas?», porque sabía que esa canción la
irritaba especialmente. Sabe usted, a veces, en tardes tranquilas como
las de hoy, tengo la sensación de que todos ellos volverán a entrar por
la ventana…
La niña se estremeció… fue un alivio para
Framton cuando la tía irrumpió en el cuarto pidiendo mil disculpas por
haberlo hecho esperar tanto.
—Espero que Vera haya sabido entretenerlo —dijo.
—Me ha contado cosas muy interesantes —respondió Framton.
—Espero que no le moleste la ventana
abierta —dijo la señora Sappleton con animación—; mi marido y mis
hermanos están cazando y volverán aquí directamente, y siempre suelen
entrar por la ventana. No quiero ni pensar en el estado en que dejarán
mis pobres alfombras después de haber andado cazando por la ciénaga. Tan
típico de ustedes los hombres, ¿no es verdad?
Siguió parloteando alegremente acerca de
la caza y de que ya no abundan las aves, y acerca de las perspectivas
que había de cazar patos en invierno. Para Framton, todo eso resultaba
sencillamente horrible. Hizo un esfuerzo desesperado, pero sólo a medias
exitoso, de desviar la conversación a un tema menos repulsivo; se daba
cuenta de que su anfitriona no le otorgaba su entera atención, y su
mirada se extraviaba constantemente en dirección a la ventana abierta y
al jardín. Era por cierto una infortunada coincidencia venir de visita
el día del trágico aniversario.
—Los médicos han estado de acuerdo en
ordenarme completo reposo. Me han prohibido toda clase de agitación
mental y de ejercicios físicos violentos —anunció Framton, que abrigaba
la ilusión bastante difundida de suponer que personas totalmente
desconocidas y relaciones casuales estaban ávidas de conocer los más
íntimos detalles de nuestras dolencias y enfermedades, su causa y su
remedio—. Con respecto a la dieta no se ponen de acuerdo.
—¿No? —dijo la señora Sappleton ahogando
un bostezo a último momento. Súbitamente su expresión revelaba la
atención más viva… pero no estaba dirigida a lo que Framton estaba
diciendo.
—¡Por fin llegan! —exclamó—. Justo a tiempo para el té, y parece que se hubieran embarrado hasta los ojos, ¿no es verdad?
Framton se estremeció levemente y se
volvió hacia la sobrina con una mirada que intentaba comunicar su
compasiva comprensión. La niña tenía puesta la mirada en la ventana
abierta y sus ojos brillaban de horror. Presa de un terror desconocido
que helaba sus venas, Framton se volvió en su asiento y miró en la misma
dirección.
En el oscuro crepúsculo tres figuras
atravesaban el jardín y avanzaban hacia la ventana; cada una llevaba
bajo el brazo una escopeta y una de ellas soportaba la carga adicional
de un abrigo blanco puesto sobre los hombros. Los seguía un fatigado
spaniel de color pardo. Silenciosamente se acercaron a la casa, y luego
se oyó una voz joven y ronca, que cantaba: «¿Dime, Bertie, por qué
saltas?».
Framton agarró deprisa su bastón y su
sombrero; la puerta de entrada, el sendero de grava y el portón, fueron
etapas apenas percibidas de su intempestiva retirada. Un ciclista que
iba por el camino tuvo que hacerse a un lado para evitar un choque
inminente.
—Aquí estamos, querida —dijo el portador
del impermeable blanco entrando por la ventana—, bastante embarrados,
pero casi secos. ¿Quién era ese hombre que salió de golpe no bien
aparecimos?
—Un hombre rarísimo, un tal señor Nuttel
—dijo la señora Sappleton—; no hablaba de otra cosa más que de sus
enfermedades, y se fue disparado sin despedirse ni pedir disculpas al
llegar ustedes. Cualquiera diría que había visto un fantasma.
—Supongo que ha sido a causa del spaniel
—dijo tranquilamente la sobrina—; me contó que los perros le producen
horror. Una vez lo persiguió una jauría de perros parias hasta un
cementerio cerca del Ganges, y tuvo que pasar la noche en una tumba
recién cavada, con esas bestias que gruñían y mostraban los colmillos y
echaban espuma encima de él. Así cualquiera se vuelve pusilánime.
Las fabulaciones improvisadas eran su especialidad
No hay comentarios:
Publicar un comentario