Noches atrás el viejo hombre yacía ebrio y
destrozado en el sillón de su casa por la muerte de su querida Abigail;
él no lo podía creer, hace sólo unas semanas habían celebrado su
duodécimo cumpleaños y ella reía y saltaba como si su vida sería
próspera por muchos años más. Pero por hechos del destino, y caprichos
que muchos aún no pueden digerir, ella se fue, dejando un hoyo
gigantesco en Richard Donovan Thompson.
La muerte de la única hija de Rick fue
realmente espeluznante para nuestro pequeño pueblo de Bigtown, en
Colorado. La noticia rodeó no sólo el lugar, sino que revoloteó por todo
el país como un terrible caso de asesinato y violación, pues según los
forenses la pequeña sufrió de múltiples ataques de violación y tortura;
su pequeño cuerpo fue hallado maltrecho y destrozado en las afueras del
pueblo, en un paraje desolado del bosque. Las descripciones de los
profesionales indicaron que fue torturada con varios instrumentos
quirúrgicos básicos de un cirujano, como bisturíes, dilatadores y
lancetas, para rasgar su delicada piel, y su inocencia. Lo más
desagradable y horripilante del caso fue que hallaron el cuerpo de
Abigail decapitado y bañado en sangre, y una marca sucia y de
protagonismo estaba dibujada en su espalda con carboncillo, el bastón de
Esculapio.
Yo estuve en la escena del crimen al
llevar a Rick preocupado por lo de su hija, sin saber lo que le esperaba
ahí. Según me contaba en el trayecto, su hija había salido a las nueve
de la noche a la casa de una amiga a una fiesta que ésta ofrecería con
sus padres. Le pregunté por qué no la había acompañado hasta la casa de
la cumpleañera, y ahí fue cuando el hombre se puso nervioso y comenzó a
sentirse terrible y culpable por el caso. Tartamudeando y pegando la
mirada a varios lados a la vez, me contó algo que no le creí al
principio, me dijo que «ella ya estaba lo suficiente grandecita como
para poder ir sola a la calle, que confiaba mucho en su suerte, y que la
zona a donde iba no era para nada peligrosa». Yo lo vi con una mirada
de asombro, y pensé, «eres una mierda de padre, Rick».
Sabía cómo se portaba el hombre, fue mi
vecino por más de quince años y conocía sus actividades, hasta la más
minúscula. Trabajaba en obras de construcción y casi todos los días
llegaba a casa ebrio a altas horas de la noche sólo a golpear a su
esposa Margaret, por distintas razones estúpidas. Escuchaba los gemidos
de su esposa y sus llantos, y a veces había noches en que no podía
conciliar el sueño porque Margaret me buscaba y me pedía ayuda con los
maltratos de su esposo. Me molestaba el caso, pero… no era algo en lo
que me correspondía meterme.
Después del nacimiento de su única hija,
pasaron seis años para que Margaret se hartara del viejo Rick y lo
dejara con la pequeña. Hizo muy mal al hacer eso, y era raro en ella, ya
que amaba tanto a su hija que era difícil verlas separadas. Que de la
noche a la mañana se esfumara del pueblo sin dejar rastro alguno le
pareció raro a los vecinos, y en especial a Rick; todos esos hechos
dejaron consternado al viejo y lo endurecieron en un odio total contra
el género femenino, blasfemando y diciendo que eran de lo peor. Comenzó a
hundirse más en el alcohol y yo veía con frecuencia las prostitutas
baratas que llevaba a casa. Según entendía, la preocupación por Abigail
era mínima y la que siempre velaba por ella era la vieja señora Smicht,
una anciana bonachona y gentil que vivía al frente de los Thompson.
Cuando llegamos al paraje desolado del
bosque vimos una multitud de gente rodeando la escena y a varias
patrullas en la zona. Al pasearse por el lugar del macabro hecho, Rick
reconoció los pequeños zapatos de charol que estrenaría la niña en la
fiesta de su amiga bañados en su sangre, ya seca. El hombre quedó
anonadado y se puso en blanco; yo intenté pararlo, pero me consternó su
actitud, pues se puso furioso y comenzó a decir estupideces. Maldición,
fue una escena sacada de un maldito cuento: en vez de llorar por su
hija, sacaba en cara lo estúpida que fue en vida; y la gente no lo
creía, el padre no lloraba por la muerte de su hija.
El entierro de Abigail fue algo
desconcertante, del viejo Rick no brotaba ni una sola lágrima y la única
que lloraba desconsoladamente enfrente del ataúd era la señora Smicth,
mientras que los presentes le daban el pésame al viejo hombre y él sólo
asentía sin decir palabra alguna. La escena me dio tanta pena y coraje a
la vez que partí del cementerio del pueblo y fui a mi hogar a tomar
unas bocanadas de humo de cigarro, pensando en el curioso caso. Pasadas
las once de la noche, Rick llegó totalmente alcoholizado con una vieja
rubia mal maquillada con ropas de ramera de quinta; ese tipo era de lo
peor, ni siquiera en el día del funeral de su hija dejaría el alcohol y
el sexo comprado por luto.
Esto lo cuento en forma de pasado, ya que
hace un par de días fue hallado el cuerpo de Rick, frío y tieso en la
parte trasera de su casa; tal vez fue justicia divina. El cadáver fue
hallado desnudo y con quemaduras en varias partes de su obeso cuerpo,
con los genitales mutilados, faltándole uno de sus brazos y su rostro
era irreconocible por los horrendos martillazos que el homicida le
propinó. Lo que les pareció más curioso del caso a los forenses, y los
dejó consternados, fue que hallaron la misma marca que encontraron en su
difunta hija; pero esta vez con una frase escrita, también con
carboncillo, en su calva y regordeta cabeza: «Así mueren los cerdos».
Nadie asistió a su funeral, al parecer
todos en el pueblo lo odiaban por cómo era él y por su actitud con todo
lo que rodeó la muerte de su hija. Los policías buscaron pistas para
hallar al «Asesino Médico»; sí, así lo apodaron por la escabrosa imagen
que impregnaba en sus víctimas. Por mi parte, tampoco podía creer lo
sucedido; padre e hija muertos. Escribí unas notas sobre el caso y las
actividades que había percibido en la casa de los Thompson y se los
mandé a la policía por si les era útil. Lamentablemente, yo estaba en
una de mis conferencias en la universidad en el momento del asesinato de
Richard, y no pude escuchar ni ver nada.
Por otro lado, después de tantos años aún
no puedo creer que Margaret me abandonara por ese perdedor. Pensándolo
más a profundidad, el viejo Rick tal vez sí merecía la muerte; fue por
eso, tal vez, que en una de esas noches en las cuales Margaret me fue a
buscar le destrocé el cráneo con la base de una lámpara, e hizo que aún
conserve el cuerpo embalsamado en el viejo baúl de mi sótano desde hace
más de seis años, y aún tiene esa apariencia que me enamoró en mi
juventud. Fue por eso tal vez que me crucé con la pequeña Abigail
aquella noche, cuando ella salió desacompañada e indefensa a la casa de
su amiga, y la secuestré y disfruté torturándola y violándola
constantemente, mientras ella lloraba y clamaba por su tan pequeña vida;
y por capricho mío me quedé con su cabeza como trofeo de guerra, ahora
apilada con los restos de su querida madre. Pero honestamente, lo que me
parece más gracioso e irónico de todo este caso, es que no fui yo quien
llevó a la muerte al viejo Richard Thompson.
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